gratitud. Miguel tuvo que explicarle que era difícil que pudieran jugar a algo. Le dijo que, al fin y al cabo, eran sólo dos y que uno de los dos era tonto. Agus, por toda respuesta, asintió con su sonrisa eterna, y desde aquel día Miguel pasaba las tardes leyendo libros de Tintín bajo la mirada implacable y servicial de su primo. Una tarde levantó la vista del libro para asegurarle que él había sido el chico más fuerte