o se metiera en la boca cuatro pastelitos juntos. Todas las tardes la abuela entraba sonriente con la bandeja, la dejaba en el tablero y salía sin ruido de la habitación. Una vez, sin apenas dar tiempo a que se alejara por el pasillo, Germán se levantó de un salto y gritó sin ningún rubor: --¡No me gustan los pasteles de nata! ¡Prefiero comer caca que pasteles de nata! En aquella ocasión Miguel se rió, pero cuando,