bien. El terreno se había vuelto llano y blando y un examen más minucioso reveló que estábamos pisoteando unas tomateras. --La huerta del convento --dijo la Emilia arrojando al anciano a los surcos mullidos. Las campanas habían dejado de repicar y un silencio sepulcral nos envolvía. Ahora que habíamos llegado a la meta de nuestro viaje no sabíamos qué hacer. No se nos ocultaba la posibilidad de que el monasterio, desviado de sus píos fines, fuera en realidad la guarida del