otro lado sin llamar la atención. No sé qué agudeza me hizo divisar en una esquina no demasiado distante el coche de la Emilia. Hacia él nos encaminamos y en él nos metimos, de cualquier modo hacinados. La Emilia, reparando en los andrajos en que se había convertido nuestra ropa y en los tiznones que nos desfiguraban el físico, prorrumpió en exclamaciones y preguntas, protestando a la par por nuestra tardanza y por la viva inquietud que le habíamos hecho padecer. --