dentro de algunos días sabrían de él; el superintendente Alejandro Díaz le pidió personalmente al telegrafista que le avisaran en cuanto lo vieran, aunque en la sierra los telegrafistas tienen la maldita costumbre, sobre todo en las estaciones perdidas, de aislar los aparatos y dejar de transmitir las órdenes. De allí tantos rielazos. A los pocos días, Alejandro Díaz supo que tampoco la Prieta estaba en el andén de la estación ferroviaria de Apizaco. Como era una máquina vieja, no la