un chico de mi edad, y me llamaba. Estaba muy cerca, asomado a una ventana de la planta baja. Parecía desenvuelto y acostumbrado a que los visitantes de aquella ciudad, la más bella del sur, se detuvieran a admirar su patio, pues me daba su permiso para que yo también lo contemplara. Cosa que, en realidad, no comprendí, pues aquel desastre que descubrí en su interior no parecía haber sido admirado en muchos años. Aunque, a pesar