la alegría, porque vi frente al edificio el coche de la Emilia, quien sin duda había dado la vuelta a la manzana y se había vuelto a estacionar en doble fila, provocando el consiguiente embotellamiento. Pero bien poco iba a durarme la euforia, porque apenas hube dado el primer paso en dirección a la calle, sentí en el brazo la mano de Hans y oí la voz del cojo que me decía: --Por aquí no, caballerete. Tomaremos un atajo