, como toda innovación de tipo comercial, entrañaba una falacia. Cuando poco más tarde, y en vista de los pingües resultados del invento, el auge de la muñeca se vio reforzado por la aparición de su hermano Juanín, igualmente vestido de baturro, tenista o marinero, ya estaba bastante claro en todas las mentes medianamente despiertas que aquellos dos tiranuelos de juguete estaban lanzando un desafío contra la mentalidad de autoabastecimiento propia de una economía precaria. Eran un símbolo de «status»