ello. Pero se acercó a mí y trató de consolarme con ternura. Limpió el barro de mis rodillas con una servilleta y me habló como si yo fuera sólo una niña, con un tono de voz muy diferente del que utilizaba cuando se dirigía a Santiago. Porque él, junto a ella, parecía ya un hombre, con su nueva voz y su nuevo aspecto. Mi hermano propuso con entusiasmo hacer para mí la sillita de la reina. Entrecruzaron sus manos y