se vislumbraban aún las abolladuras y costurones que le habían dejado los botellazos de un público que si no contaba entre sus virtudes la de la caridad, tampoco contaba entre sus defectos el del mal oído. De pequeña ensayaba hora tras hora usando la cadena del wáter a modo de micrófono, insensible a los zurriagazos con que mi padre trataba, bien de disuadirla de sus sueños de gloria, bien de dormir la siesta en paz. A los treinta años, y sabe dios