iba a venir abajo por ellos, pero los ruidos del campamento, cuando cesaba el atronar de la fusilería eran desquiciantes y lo ponían al borde de la histeria. Este gran silencio amenazante y nevado entre fuego y fuego lo enfermaba. Prefería escuchar el golpe sordo de los cañonazos que hacían retumbar la tierra que el silencio impresionante que podía cortarse con cuchillo. Entonces, sentía unas terribles ganas de sollozar, de salir corriendo de la tienda con tal de oír el sonido de