y posaba su mirada sobre los muchachos dispersos en la sala, inclinados sobre su trabajo, callados y serios. Luego volvía al sueño. Entonces empezaba la silenciosa fiesta. Cada uno representaba un número de mimo para regocijo del grupo: subían a las mesas, llegaban de puntillas al durmiente, hacían la instrucción por el pasillo, tomaban posiciones de combate arrastrandose entre los pupitres. La campana los sorprendía siempre fuera de su sitio, pero no importaba, porque ellos sabían y