Martin es, probablemente, más concentrado y fuerte que de ordinario; bruscamente, percibirá el timbre de una voz que no tardará en reconocer como la propia y, al levantar la vista de la odiosa mesita de plástico en la que bebe su menta con sifón, se contemplará a sí mismo en la pantalla: resplandeciente, seráfico, recién condecorado, con la apariencia de uno de esos politiqueros antillanos que, con guayabera y bigote, imponían la marca de su irradiante sonrisa con