, se fue apoderando de mí. Por influjo del viento que con siniestro silbo azotaba los desiertos corredores, mi sombra, agigantada por la luz del cirio, se iba desplazando ora a un lado ora al otro de mi cuerpo y creando la agobiante sensación de que un espectro perverso y silencioso me acechaba. Las calaveras que desde los nichos observaban mi paso se me antojaron burlonas y agoreras. Así de animoso llegué a la puerta de la primera celda, a la que llamé