sememe y me contestó que llevaba doce horas haciendo el taxi, que con malabarismos y contorsiones conseguía llegar a fin de mes, que si sabía lo que costaban los colegios y que no estaba dispuesto a escuchar las impertinencias de un pardillo. Juzgué preferible no proseguir el diálogo y pagué religiosamente lo que marcaba el taxímetro, añadiendo al monto una peseta de propina. Perseguido por los escupitajos del taxista hice mi entrada en el vestíbulo del hotel y me dirigí al mostrador,