La Fenice me encaminé directamente a nuestro palco. Por eso me asombró ver allí a Daniela, sentada como la dejé un rato antes, acodada en el terciopelo rojo de la baranda. Se diría que en todo ese tiempo no había cambiado de posición. Atiné a alcanzarle los chocolates, pero en verdad me hallaba muy aturdido. Una sospecha, una estúpida corazonada (recordaba que Massey a la mañana no había dicho «Daniela», sino mi «mujer») de
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