y sus manos y descendían por los antebrazos desnudos. Escuchaba quejidos dentro de su cabeza, silbantes, agudos y largos como astillas, astillas tan grandes como las que a menudo viera en la cuadra junto al tocón sobre el que se partía la leña y que le desgarraran la piel de las palmas, por cuyas cicatrices las lágrimas corrían también, totalmente incapaz de controlar el llanto, incluso de saber cuánto estaba llorando, como un niño; era un niño. -Soy un