midiesen de una vez la barrabasada cometida. La intervención del cónsul privaría a mi protesta de toda espectacularidad. Sin embargo, para no perder un minuto, ya que se trataba de sacar al amigo de la pesadilla que estaba viviendo, resolví iniciar ahí mismo las gestiones. El cónsul, un doctor Laborde, me recibió en su despacho. No diré que me miró hostilmente, pero sí con desafecto y resignación. --¿Qué lo trae por acá? --preguntó, como