mismo) se agolpaban junto a la puerta de calle, en el frío, bajo la lluvia o a pleno sol. Un viernes, a la hora de la siesta, Abreu recibió a un señor de aire saludable, que se quejaba de vagos malestares. Debía de ser un hombre aprensivo, porque las manos le temblaban un poco y le sudaban. Cuando el doctor (una ancha sonrisa animaba esa cara tan peculiar, agraciada para quienes lo conocen y lo quieren) se