se le achacaban mayores estragos que a la practicada en los lupanares, tan tolerados que se llamaban «casas de tolerancia». Estos se admitían, con un optimismo a todas luces inconsciente, como un mal menor y transitorio y se juzgaba su abolición como un ideal más o menos próximo hacia el que hay que tender en todas las formas posibles. A este ideal nunca se tendió verdaderamente, y se sustituyó por medidas, de cuya eficacia cabe dudar, para la reglamentación y