losse aquel concierto de mandolino interpretado por I Solisti Veneti en una de las iglesias desconsagradas. Fue una experiencia sublime; una experiencia de la que difícilmente se puede dar explicación. La música había hecho brotar llamas de los muros del templo; ardió su rancia atmósfera de siglos y pasó a nuestros pechos produciendo en ellos una sensación dulce y fogosa. Sí, se trataba de una ebria exaltación que alguien había derramado sobre nuestro amor como un don, como oro fundido. Era