de la Santa, que a mediodía se subastarían. En el soto, pasadas las últimas viñas, brotaba el manantial en un hoyo clarísimo, donde el agua rebosante sólo se dejaba notar por las ondulaciones del afloramiento. Ya se podían comer las uvas y aunque las tardes, lentas y doradas, eran todavía de verano, los crepúsculos derramaban ya una otoñal melancolía. El pueblo había descansado de la cosecha y se aprestaba para la otra gran faena en la rueda del año: