«Olvídate también de eso», contestó Miguel con frialdad. El primo retrasado se sentó en una silla y permaneció toda la tarde contemplandole con ojos mortecinos. Miguel fingía ignorarle pero, al cabo de un rato, le gritó que no pusiera esa cara de imbécil cuando le mirara. Llegó incluso a estirarle del pelo para que alterara la expresión de su rostro. Un extraño maleficio parecía haber transformado la casa en un ámbito intranquilo de misteriosos silencios, de pasillos