la abuela, su vocecilla temblona. Sobre todo, le disgustaba que se empeñara en enseñarle cierta canción que las niñas de su época cantaban en sus juegos. Miguel pensaba que el francés era un idioma para señoras y deliberadamente lo pronunciaba siempre del modo más tosco. Una mañana, la abuela le contó la historia de David y Goliat, y Miguel no tuvo que bajar la vista ni que fingir alegría. Pocos días después había escuchado ya el fascinante relato del Arca de
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