la llamaba en el acto, la perdería de vista, porque se encaminaba hacia la salida de la estación. Con la esperanza de que no fuera ella, me puse a gritar: --¡Doña Salomé! ¡Doña Salomé! Giró sobre sí misma, se llevó un dedo a los labios y por toda explicación lanzó un grito ahogado y desgarrador: --¡No puedo más! Como si el cansancio la doblegara, retomó su camino. Pronto desapareció. Mi intención fue