alegraba, me parecía el antídoto para otras posibles desgracias. Ignoraba que, por grandes que sean, las desgracias nunca sirven de escudo. Por eso jugaba a distraer la mala suerte. «Espera --le decía--, no te ocupes de nosotros, no te impacientes. Acabamos de pasar la gripe, el sarampión de los pequeños ha sido largo, papá se queja porque necesitamos más dinero...» Pero yo sabía que era difícil engañar al espíritu maligno que reparte infortunios.