y gritos, el pataleo de la sala, la increíble barahúnda de los melómanos retrepados en sus asientos, los puños amenazadores, la deserción de un vasto sector de la concurrencia hacia la taquilla, con el obvio y mezquino propósito de exigir el reembolso de la entrada. Nuestro amanuense había permanecido en su butaca de la primera fila, disfrutando de la limpia y acendrada ejecución de la insólita partitura y, al concluir, mientras su amigo saludaba imperturbablemente al auditorio, escaso ya,