gradualmente de volumen hasta convertirse en un aullido aterrador. Pensé entonces en la posibilidad de una alerta aérea, de algún ejercicio de defensa contra un hipotético y fantasmal adversario. Aunque la intensidad del sonido cubría cualquier grito o voz, advertí que los demás inquilinos del inmueble, arrancados del lecho como yo, se asomaban al patio, trataban de averiguar qué ocurría, discutían vanamente de ventana a ventana con gran despilfarro de muecas y ademanes. Mi primera idea fue descorrer el