la palma de su mano. --Tenías hambre, ¿eh? --dijo mientras le presentaba una taza con agua. Después, el loro se dejó acariciar sin recelo. Cerró los ojos y dobló levemente el cuello. Miguel lo contemplaba con afecto en la penumbra dudosa. Era un loro muy viejo, viejísimo. Cuánto tiempo llevaría allí. --A partir de ahora yo me ocuparé de ti. Duerme tranquilo --le susurraba. Una noche, se había levantado Miguel para