la que lo haría un mendigo con unas monedas lanzadas con desprecio. Cuando mamá se marchó llorando, tú te quedaste allí, en el recibidor. Estabas de rodillas, sentado sobre tus talones. Tratabas de reconstruir la carta, sin advertir que yo te miraba desde la puerta. Sentí miedo de que te marcharas sin mí algún día. Te vi envejecido y, al mismo tiempo, desvalido como un niño. Me acerqué y te dije: "¿Quieres que te