a una edad que yo desconocía. Emilia era una mujer delgada, curtida en el silencio y en los hábitos de una criada, papel con el que ella se identificaba sin conflicto aparente alguno. Por las noches, mientras tía Delia tocaba el piano o se iba a dormir, yo me reunía con ella en la cocina, al calor del brasero de la camilla. La bombilla que dejaba entonces encendida pendía desnuda del techo y su luz era tan débil como la de una