cálidos y vivientes y agradecidos y yo los estaba apuñaleando por el respaldo. Los cargadores los vejaban al empujarlos en esa forma irreverente. Los habían sorprendido de pronto en las posturas más infortunadas y dislocadas; los hacían grotescos, los ofendían, los culimpinaban. Recordé aquel asilo de ancianos: Tepexpan, en que se sometía a los inválidos a toda clase de vejaciones a las que no podían oponerse. Se dejaban. ¿Ya qué más daba? Ya ni vergüenza.