madre santísima, me atreví a levantar el dedo para pedir la palabra. El prócer frunció el ceño y preguntó: --¿Pipí? --No, Excelencia reverendísima --empecé a decir. Y en este atento preámbulo quedó encallada la perorata, puescuálnoseríamiconfusiónaladvertirque de la boca me salían, propulsadas por el aire que siempre expelo al hablar, diminutas bolitas de tierra, estiércol y baba, supérstites del conglomerado que, a causa de la