no le hacía gracia sino que le inquietaba. A veces incluso los sacaba de quicio, aunque no se rebajaran a confesarlo y se limitaran, en general, a un menosprecio de dientes para afuera. «Yo no entiendo cómoospodéisreírconesapaparrucha»,solíancomentar airados, apartando la revista de un manotazo, después de haberla hojeado. Y a la semana siguiente, cuando se la volvían a encontrar indefectiblemente encima de la camilla: «¿Pero es posible?
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