de su grotesco paisano, nuestro amanuense regresó cabizbajo y ceñudo a su casa. Llevaba siempre consigo una pequeña agenda en donde anotaba las direcciones y teléfonos de sus colegas y amigos y, en vez de tachar escuetamente, como solía, el nombre, númeroyseñasdeldesaparecido,procedióaun verdadero auto de fe: la desencuadernó tras un forcejeo enérgico y, página tras página, en riguroso orden alfabético, consumó el holocausto. Las presencias más o menos familiares del