amanecí con fiebre y, al promediar la mañana, me sentía pésimamente. Si no quería ser una carga para Daniela, debía renunciar al viaje. Confieso que estuve esperando un milagro y que sólo a última hora le anuncié que no la acompañaba. Aceptó mi decisión, pero sequejó: --¡Una semana separados para que yo no me pierda ese aburrimiento! ¡Por qué no le dije que no a Rostand! De repente se hizo tarde. La despedida,