nada menos que Onésima), sus brazos gordos como muslos, su alopecia incipiente, su acusada cojera del pie derecho. Pero, sobre todo, su voz, aquella voz recia que, aunque intentara adoptar un tono amable, sonaba como una furiosa descarga deartillería.Eraimposibleesquivaraquellaandanada, desobedecer las órdenes que aquella voz imperiosa dictaba. El día en que la vio matar y desollar dos conejos sin un pestañeo y trocear después manejando el cuchillo con admirable destreza