, a los oficios eventuales y a su propio sentido indócil e inmediato de la existencia, tomó este lugar de anclaje, bien con la mansa costumbre de un oficinista solitario, bien con la convicción que el inconstante pone en cada promesaqueleencandila.Entodocaso,seacostumbró a una mesa junto a la ventana de cristales esmerilados que daba a la calle y allí fue a tomar asiento todos los mediodías de la semana laboral. Era el principio de un plácido