sus juegos predilectos: mientras con la mano izquierda sujetaba cuidadosamente un saltamontes, con la derecha, también con sumo cuidado, clavaba un alfiler en sus ojos. Cuántas veces, al presenciar aquella tortura, le grité desesperada y le llamé asesino. También ahora sentía deseos degritarparaapartarledeaquelloslibrosquediariamente se interponían entre nosotros. En aquel tiempo él tenía dieciséis años, cuatro más que yo. Pero no era sólo la diferencia de edad lo que entonces nos separaba, sino la