casa inmensa. Incluso en el pasillo había una vitrina con abanicos, pistolas, con libros antiguos repletos de blasones. Todo era tan distinto del internado. Miguel no podía dejar de mirar con asombro a un lado y a otro, sin advertir siquiera sus propias toses. Sí las advirtióencambiolaabuela,queapretósumano y exclamó Dios mío, qué malito estás, rápido a la cama. Miguel miró la mano de la abuela y era pequeña y caliente, con la piel llena de manchas diminutas.