objeto, le dije: --Excuse me, mister. A lo que, por estar muerto o simplemente conmocionado, el interfecto no respondió. Lo dejé tendido en el suelo y corrí de nuevo junto a la Emilia, que pedía socorro a voces. Había estado tocando botones ymoviendopalancasydeunrevoltillodecables eléctricos saltaban chispas y brotaba una humareda azulada. Me quité la gabardina y la arrojé sobre los cables. Conjurado el peligro, me dirigí al telescopio