ascensor, por supuesto, había dejado de funcionar y nuestra suerte habría sido incierta de no haber hecho en aquel instante su aparición la opulenta recepcionista, que, creyendonos aún clientes distinguidos, arrostraba los mayores peligros para sacarnos incólumesdelavorágine.Enposdeelladescendimos trastabillando por una escalera tenebrosa, en uno de cuyos recodos, dicho sea de paso, alcancé a pegarle un pellizco, y ganamos primero el vestíbulo y luego la calle, donde