en sus manos, ensayaban sus vagos anhelos de maternidad entregandose al paraíso ficticio de coserle vestidos a una muñeca de trapo o de cartón, que se plegaba inerte a sus caprichos y nunca rechistaba. La acunaban, le hacían comiditas y la reñían porque había dejado su ropatiradaporelmedio,enrevanchamiméticadelasreprimendas que ellas mismas recibían de sus madres. Este tipo de juegos solía provocar comentarios aprobatorios como el de «¡Qué mona, por Dios, parece una mujercita!», que a veces musitaban las visitas,