al marido, sentado en un escalón que marcaba las dos alturas de la sala. Tenía la cabeza entre las manos y decía: «Oh, no, no, no.» Nadie le hacía caso, nadie se preguntaba por el sentido de aquella negación. Cuandolafiestaterminó,todosdieronlasgraciasy se arrastraban vacilantes, en retirada hacia los coches como guerreros destrozados y gloriosos después de la batalla. Hoy me he levantado tarde, con el más terrible