enfrente, me asomé a la ventana. En mitad de la calzada vi a un vejete en pijama que saludaba con la mano en dirección a mí mientras recibía impávido los improperios y bocinazos de los automovilistas que se veían obligados a sortearlo. Cuando se hubo cerciorado dequelohabíamoscontempladoaplacer,serefugió el vejete en la acera y desapareció de nuestro campo visual. La Emilia me interrogó con la mirada. --Vamos a dejarle entrar --dije yo--. No parece