la velada me quité la gabardina y la dejé sobre el mostrador del guardarropa. El rostro del chino permaneció inescrutable a la vista de mi atuendo, pero no me pasó por alto el disimulado codazo que le dio a otro chino que por allí pasaba. La Emilia se pusoacontemplarlaabigarradadecoracióndelestablecimiento como si no me conociera. Mientras el chino me entregaba el resguardo de la gabardina, le pregunté si había llegado un señor italiano, a lo que contestó