iba acumulando la fuerza mágica que tú poseías. Si alguien entraba, podía destruirla. Cuántas veces me había sentado yo en el sofá del salón contiguo, y contemplaba en la penumbra aquella puerta prohibida incluso para mí. Apenas me movía, para que tú no me descubrieras. Cerraba los ojos y me concentraba en captar cualquier sonido que pudiera surgir del interior, donde tú practicabas con tu péndulo durante horas que a mí se me hacían interminables. El silencio era perfecto.