sujetaba las rodillas con las manos entrelazadas. «No soy francés --me dijo un día--. Yo tengo mi país.» Me enseñaba su idioma: itsaco, mar; artua, maíz; amacho, madre. Luego se marchaba bruscamente, y ya de lejos se volvía y me miraba: Agur, decía, y yo adoraba esa palabra. Decía agur y se marchaba, se alejaba de todos, y por vez primera amé a un ser que me huía y